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EL MUSEO CONTRA LA POLISEMIA:
NOTA CRÍTICA
Félix Suazo

Quienes de un modo o de otro hemos vivido cercanamente la experiencia
del museo como organizadores de exposiciones, curadores museógrafos
o simplemente como espectadores, hemos tropezado siempre con
la incuestionable creencia de que el museo cumple un servicio
necesario a la memoria simbólica de la colectividad, algo
así como el sitio adecuado para acomodar los recuerdos
o guardar fotos de la infancia. Por ello aceptamos con agradecimiento
toda la información que el museo suministra en torno a
una obra o aun conjunto de ellas. Difícilmente nos percatamos
de que esas señalizaciones, generalmente escenográficas,
y aparentemente neutrales, tienen una función coercitiva;
es decir sirven al propósito de domesticar las obras y
su sentido, dándoles un cauce lógico, coherente
y legible. Todos estos dispositivos disminuyen el riesgo de fugas
imprevistas, como cuando se subraya o entrecomilla alguna palabra
incomoda de un párrafo.
La polisemia artística es noción empleada para
referir el carácter abierto e impredecible de las significaciones
artísticas. Es un concepto de mucha utilidad cuando se
trabaja desde la estética de la recepción, porque
posibilita una apertura "libre" a la interpretación
y permite que se realice esa suerte de "semiosis infinita"
de la que hablaba Umberto Eco. Se trata de una noción
que tiene implicaciones duales, según el uso que de ella
hacen los analistas del arte: para los representantes de las
estéticas normativas, puristas o esencialistas la tentativa
polisémica es generalmente incómoda, en tanto que
para los de orientación fenomenológica representa
una coartada para el libertinaje interpretativo. 
Lógicamente, no hablamos de una conspiración antipolisémica
urdida desde la cúpula inmaculada del museo sino de taxonomías
académicas, generalmente incuestionables mientras se tiene
la convicción de que el museo es el lugar donde se ordena
la tradición. Pero con esa concepción quienes llevan
las de perder son las obras y los espectadores, sometidos a la
dictadura de una lectura (temática o cronológica)
que traiciona las expectativas de significación original
de las obras y la demanda interpretativa de los espectadores.
Se gana, sí, una ilusión de claridad y de linealidad
que cesa tan pronto uno transita de la condición de neófito
a la de iniciado, o que las obras, especialmente las suficientemente
conocidas, empiezan ellas mismas a desbordar los límites
de una lectura museal.
LUZ, MARCO Y PEDESTAL
En realidad nadie está explícitamente contra la
polisemia; se la reconoce, se la propicia mientras no destruya
los ejes evolutivos de la cultura plástica occidental;
se felicita, en fin, a los "usuarios" cada vez que
ejercitan el don de la interpretación. Porque, hablando
con propiedad, la polisemia artística no es nada material
o evidente contra lo cual se puedan ejercer correctivos drásticos,
excepto proponiendo y promoviendo aquellas interpretaciones que
ocurren entre los límites de lo que se supone son las
condiciones originarias de recepción de la obra (altura
adecuada, información competente, referencias cronológicas,
etc.). Lo incontrolable por estos medios -las expectativas subjetivas
de las audiencias, el gusto, las evocaciones extramuseísticas,
es decir, lo que sobra es el espacio de la polisemia. Los medios
que emplea el museo para gerenciar el sentido y neutralizar la
polisemia son variados y sutiles, e incluyen dispositivos que,
por la frecuencia de su uso, parecen intrínsecos a la
obra misma. El marco y el pedestal, sutilmente confundidos con
la obra, fueron concebidos como elementos de realce pero también
como dispositivos de separación; a partir del marco o
del pedestal comienza el espacio del arte, fuera está
lo ajeno. La ficha técnica, tal cual una cédula
de identidad, confirma la paternidad y características
de la pieza (autor, dimensiones, año de realización,
etc.). La iluminación, más enfática en unos
sitios que en los otros, llama la atención tendenciosamente
hacia algún aspecto. El texto general de sala, donde se
supone están previstos los ejes de interpretación
a los cuales deberán ceñirse las obras o la muestra
en general. Finalmente, el catálogo razonado, quizá
el más vasto y potente de todos los instrumentos hostiles
a la polisemia, la mayoría de las veces al servicio de
la posteridad, consta de indicaciones que encauzan la significación
en una dirección específica.
Además de las reproducciones de las obras y de sus respectivas
fichas técnicas, contienen la presentación institucional,
los créditos de patrocinantes y personal especializado,
la procedencia de las obras y una casi inevitable disertación
analítica con la que se consuma el acto de conducir totalitariamente
los significados.
Lo
que queda después de todo este esfuerzo taxonómico,
ese excedente semántico ingobernable, es el minúsculo
territorio de la polisemia. Con estos atuendos, se supone, la
obra queda protegida de malos entendidos y el espectador mejor
documentado para una lectura competente del mensaje artístico.
Lo cierto es que las obras permanecen sepultadas y empobrecidas
entre toda esa mugre didáctica, y los espectadores, como
adolescentes rebeldes, haciendo lo que les viene en ganas.
Inmerso en estas cavilaciones decidí contrastar estas
hipótesis con la experiencia "real" del museo.
Asistí a una de las exhibiciones que mayor éxito
de público tuvo en la ciudad de Caracas en 1996. Entré,
creo, por la puerta equivocada y me coloqué, no ante el
primer cuadro que vi, sino ante el que estaba a mis espaldas.
Lo miré de reojo; me atrajo el marco, que era pintado.
Di unos pasos hacia atrás para verlo mejor. Había
unas criaturas, seguramente mitológicas, con la piel muy
pálida, envueltas en una escenografía de humo y
nubes. No vi más detalles. Di otra ojeada panorámica
a la sala con .la sensación de que todo en ella era previsible
y salí por donde había entrado minutos antes. Por
supuesto, antes de salir observé unos instantes la tarjetita
-la ficha técnica- al lado del cuadro; supe quién
lo había pintado, cuándo y con qué procedimientos
se realizó la obra. Demás está decir que
con estos datos no estimé necesario dedicarle más
tiempo al cuadro.
No digo que ésta sea una experiencia de recepción
modélica. Quiero indicar sólo: a) la arbitrariedad
de mi recorrido; b) el hecho de que sólo me detuvo un
detalle banal -el marco pintado-, y c) en cuanto obtuve la información
que se supone necesaria en estos casos -autor, título,
técnica, etc.-, no sentí necesidad alguna de "interpretar";
me bastó con corroborar !o que decía la ficha técnica.
La verdad actué como quien lee la solapa de un libro sin
itinerar por sus páginas o como quien explora el directorio
telefónico.
Ese día entendí que el museo debería propiciar
la polisemia en vez de tratarla como un excedente de significación,
como lo que sobra después de su labor taxonómica.
Por cierto, en ese excedente semántico, que llamamos polisemia,
es donde reside la corta libertad de las obras y de los espectadores
para realizar un albedrío reglamentado por curadores y
museógrafos. Como dice el refranero popular, no hay mejor
cárcel que la que no se ve. En definitiva, toda obra plástica
es una suerte de cámara especular que, una vez dentro
del museo, se pliega, ocultando sus connotaciones más
profundas, mostrando apenas aquellas caras que curadores y museógrafos
dejan ver.
Más intrigado que satisfecho con estas observaciones,
regresé al museo unos días después. Entré
por donde indicaban los organizadores de la muestra. Esta vez
observé el comportamiento de las demás personas.
Sus desplazamientos en la sala no eran del todo regulares, aunque
noté que se detenían bastante ante las fichas técnicas
y luego volteaban como para constatar algo. Sólo recuerdo
a una señora humilde que se detuvo larga y profundamente
ante un cuadro. Corroboré el mismo comportamiento ese
mismo día en otros dos museos. Concluí que los
espectadores daban la razón erróneamente al museo
al suponer que una imagen plástica es lo que dicen las
fichas técnicas y los textos de sala. Generalmente se
presta una atención enfática a estas indicaciones
en tanto se gasta poco tiempo ante las imágenes, como
si esas fueran las viñetas o ilustraciones de un texto
en vez de !o contrario. Admito que esta experiencia casi me deprimió,
confirmándome que no sería desde los receptores
de donde vendrán las sugerencias para una modificación
de las condiciones de exhibición y las nuevas alternativas
de recepción artística en el museo.
Semejante fenómeno no ha escapado a la mirada inquisidora
de los detractores del museo, y de otros que, sin hacer su apología,
buscan ecuaciones de exhibición no totalitarias. Sólo
que estos últimos han ventilado el dilema mediante la
oposición entre el museo genealógico, sincrónico
y el museo analógico diacrónico. Éste es
el caso de Andreas Hausen, quien, aun desde un análisis
pertinente del caso, reduce la cuestión al estudio de
la manera como los investigadores y curadores manejan la historia
del arte; unas veces de modo lineal y otras elípticamente.
El aspecto controversial reside en que tanto lo genealógico
como lo analógico son o suponen lecturas autoritarias.
La experiencia museística -tanto la sincrónica
como la analógica- supone una sobreescritura, cuya función
es más o menos la del disciplinamiento del sentido. En
ello consiste, para algunos, la opacidad del museo y la imposibilidad
de una transparencia desinteresada. En otras palabras, el museo
teje una emboscada a la polisemia. El albedrío de las
significaciones artísticas y hasta el del propio espectador
es coartado por esa sutil, aunque omnipresente, constancia de
indicadores y señalizaciones.
EL MUSEO ADÚLTERO
El deseo de borrar la incertidumbre que genera la ficción
de la obra y de coordinar y dar coherencia museística
a la tradición del arte, plantea una batalla del museo
contra la entropía en la que paradojalmente son diezmadas
las múltiples acepciones interpretativas de una obra de
arte. Sólo que el museo debe ejercer esta misión
coordinadora de sentido sobre objetos complejos y altamente entrópicos
como : las obras de arte. Peleando contra la anarquía
del significado o queriendo facilitar la emergencia de unos en
detrimento de los demás, el museo mutila el infinito de
la polisemia.
A partir de estas cavilaciones se me ocurre una t tipología
del museo que explica la tensa relación existente entre
la experiencia museística y la polisemia artística,
Tendríamos tres modelos museísticos, a saber: el
museo de la opacidad en el que tienen lugar las lecturas totalitarias
de la tradición y del presente, ya sean analógicas
o sincrónicas; él museo transparente, neutral,
el imposible; y el museo inacabado, el experimental.
Los primeros se parecen mucho a los museos de historia, museos
de cosas muertas, los segundos son quiméricos., ni siquiera
imaginables o congruentes con nuestra conducta preceptiva actual;
los últimos están por hacer y se sustentan en los
datos de los primeros y en la inspiración utópica
de los segundos.
Luego de flexibilizar sus programas y domesticar a las vanguardias,
los museos están en una encrucijada definitoria- Ya no
pueden custodiar y divulgar su patrimonio sin adulterar y manipular
el significado "original" de las obras; tampoco pueden
satisfacer la demanda educativa y recreacional de las audiencias
sin reconocer que el didactismo sofoca la polisemia.
Y puesto que el museo transparente es una quimera, quizá
debamos sugerir la factibilidad del museo inacabado ése
en el que las lagunas y omisiones voluntarias desencadenan interrogaciones
fecundas y donde
la incertidumbre didáctica realiza una función
de sabotaje frente a las lecturas totales. En otras palabras,
el museo inacabado deja un espacio mayor para que ocurra la comunicación
"accidental", previendo "vacíos informativos"
que deben llenar las obras por sus propios medios -colores,
trazos, texturas, etc.- y los espectadores con picardía.
Un museo sin itinerarios rígidos, excepto aquellos que
promueven las propias obras, con entradas y salidas múltiples
y donde, en fin, la inflación semántica sea menor
a la tasa de crecimiento polisémico.
Hasta donde hemos analizado la cuestión, ésta es
una sugerencia factible. Resta saber cómo, en definitiva,
recibirían las audiencias esa entrada en una memoria sin
marcas, ni fechas ni indicaciones.
Félix Suazo. Critico, curador de arte.
Fotos: Pedro
Baute |